Dr. Gustavo Appignanesi

Las largas sombras le indicaban al hombre que la tarde se encontraba avanzada. Miró al cielo y comprobó que, efectivamente, “el sol había realizado un largo recorrido por el firmamento” y, por lo tanto, ya se encontraba a poco más de un par de horas de “caer” bajo la línea del horizonte. Como casi siempre en lo cotidiano, la mirada del hombre se apoyaba en la evidencia directa de los sentidos, sostenida por la abrumadora inercia de la rutina. Y esta le señalaba una Tierra estática. Eppur si muove (sin embargo, se mueve) le hubiera exclamado su saber científico, si el hombre no lo hubiera suspendido. Eppur si muove, aunque aquí se trate de la rotación.

La anécdota anterior puede considerarse trivial dado que el razonamiento empleado por el hombre resulta, además de simple, práctico. Sin embargo, sería significativo notar que un mecanismo similar parece operar de manera dominante en el terreno la construcción de la realidad, en el proceso de la generación de nuestra visión del mundo. Y aquí la cuestión no resulta trivial sino que conlleva graves implicancias en el plano espiritual y ético. Pues dicho mecanismo, que puede identificarse con el reduccionismo filosófico, reemplaza al mundo (a cada cosa) por una traducción operativa, por una reducción, por una pobre caricatura que le amputa su substancia. Bajo su imperio, apuntalado por la rutina, olvidamos la riqueza y belleza que sabemos o intuimos que anida en cada rincón del mundo (de modo similar al que el hombre arriba mencionado olvidaba o suspendía sus conocimientos de física). Por lo tanto, su correlato no puede ser otro que el desarrollo de un modo de relación signado por la pobreza y la superficialidad. Pues el reduccionismo no solo nos priva de belleza. Nos priva de la humildad, de la libertad y de la sensibilidad que requiere la condición de amante. Y solo el amante del mundo es capaz de relacionarse con él trascendentemente, en profundidad.

En este sentido, todos los años suelo realizar una especie de encuesta en que uno intenta despojar a la persona del efecto de la rutina, generando un clima de intimidad y de un espacio para la reflexión y para el sentir. La pregunta central de dicha encuesta tiene que ver, precisamente, con la noción íntima que la persona tiene del ser humano y con el manejo operativo que día a día ejercita en la relación con los demás. En tal sentido, es notable cómo las personas manifiestan tener o haber desarrollado (en distinto grado de profundidad según las diferentes respuestas) una noción del Hombre (ya sea de modo vivencial, de modo racional o como una intuición) mucho más profunda que la caricatura del otro que día a día maneja en su relación cotidiana. Sin embargo, también suelen reconocer el hecho de que la visión cotidiana casi no le deja espacio para aflorar, salvo en ciertas oportunidades. Incluso, mencionan mayoritariamente que creen que casi todas las personas operan prácticamente todo el tiempo desprovistas de la noción profunda. Es decir, si bien nuestro sentir profundo ve en el ser humano, en esencia y en potencia, una gran riqueza y profundidad, lo que suele dominar a nuestra forma de relación cotidiana, lo que a cada instante reconocemos en los demás es, en realidad, la reducción. ¡Qué distinto sería todo si, en cambio, pudiéramos relacionarnos a partir de nuestras nociones más profundas, o aún si pudiéramos recordarlas, al menos de modo racional, al momento de interaccionar con los demás!

Este clamor por la coherencia entre el sentir profundo y el obrar cotidiano parte de una sensación un tanto agridulce. Pues, por un lado, el cambio requerido no pareciera implicar una tarea tan compleja o quimérica, dado que para ello no sería necesario aprender algo difícil o nuevo, o implementar una compleja disciplina, sino que simplemente se debería permitir que afloren las nociones profundas que ya están en nosotros. Es decir, ejercitar la coherencia no es sino recordar en lo cotidiano aquello que sentimos cuando lo hacemos en profundidad. Sin embargo, como cuando creemos ver al sol moverse en el cielo en vez de reconocer nuestra rotación, la grávida rutina reduccionista nos suele aplastar a cada instante con ese aparentemente implacable manto de sombras con que cubre a lo imponderable y que lamentablemente condiciona a nuestro modo de relación.

Se me ocurre que hay mucho por hacer en este campo que, en sentido amplio, no es sino el campo de la Educación, de la pedagogía. Sabemos que el reduccionismo, apoyado en la rutina, exhibe hoy un portentoso señorío. Sin embargo, así como muchas conductas pueden ser modificadas, también es posible reeducar la mirada. No hay nada intrínseco a nuestra mente o a nuestro cerebro que le impida desembarazarse del despótico control del reduccionismo. Pues si bien la práctica reduccionista que nos endurece y adormece resulta omnipresente en nuestra sociedad, el cerebro no carece de plasticidad. Dicha plasticidad ha sido evidenciada por la ciencia y, por ejemplo, se manifiesta en el hecho de que cada vez sea más factible tratar exitosamente e incluso curar desórdenes o aflicciones psicológicas de importancia. Recientes avances de la neurociencia y de la psicoterapia han mostrado la diferencia que existe entre la memoria emocional y la memoria de los eventos sobre los cuales se basan esos aprendizajes emocionales. Y lo que es más importante aún, se ha descubierto la posibilidad del proceso de reconsolidación de la memoria: desconectar caminos neuronales identificados con desórdenes o trastornos y reemplazarlos por nuevas conexiones sinápticas basadas en nuevos aprendizajes saludables. De hecho, varias técnicas psicoterapéuticas aprovechan este proceso, identificando primero al evento que dispara los síntomas de una aflicción y generando luego una experiencia contradictoria, evidenciando un desajuste, incompatibilidad o mismatch con la conducta saludable, con lo cual se promueve el avance terapéutico. En la cuestión que nos ocupa de la coherencia entre el sentir profundo y el accionar cotidiano no estamos, por supuesto, ante una situación de una aflicción o un desorden psicológico, sino ante la necesidad de prevenir el tiránico accionar del reemplazo reduccionista, de inmunizarnos contra el efecto fosilizante de la rutina, de desalentar esa continua invisibilización de lo esencial. Sin embargo, el ejercicio de contrastar el accionar cotidiano con la noción profunda (de evidenciar su mismatch) también puede ser muy importante como método para ayudar a reeducar la mirada.

En tal sentido, una práctica pedagógica de gran relevancia consistiría en trabajar sobre la noción de solidaridad. Así como es difícil amar a lo que se desconoce, el odio, la indiferencia y la apatía se suelen alimentar del desconocimiento. Es más, hoy las personas suelen vivir tan aisladas, que los otros (no solo quienes son diferentes a nosotros sino, incluso, hasta nuestros propios pares) terminan siendo invisibilizados. Incluso a veces se verifican algunos comportamientos tan ridículamente anti-solidarios que resultarían incomprensibles si no fuera que partieran de una profunda ceguera. Es por ello de enorme relevancia construir una pedagogía que nos acerque profundamente a las realidades de los “otros”, que promueva el conocimiento y la empatía. Dichos ejercicios serían fundamentales para, aquí también, contrastar la visión cotidiana del otro con la noción que internamente tenemos del ser humano, ya sea del modo profundo o, al menos, de modo racional. Es decir, para evidenciar el contraste o mismatch casi permanente en el que solemos vivir al ignorar la bella naturaleza que anida en cada uno de los que nos rodean.

Hoy, bajo el imperio del reduccionismo de masas, vivimos ejercitando a cada paso una mirada que no ve en los otros más que a pobres reducciones. EppurEppur… Sin embargo, hay más, ¡mucho más!, me atrevería a clamar haciendo un paralelo con la famosa sentencia atribuida a Galileo. Pues ante el panorama actual del odio y el desamor, es evidente que en este terreno aún nos debemos una revolución mucho mayor que la copernicana. Y dicha revolución del sentir y, por ende, del modo de relación, requiere de la coherencia en sentido profundo. Por eso, cuando a fin de año levantemos las copas con nuestros deseos de salud, dinero, amor, paz, felicidad, armonía, etc., no nos olvidemos de la coherencia. Pues el primer paso para lograrla consiste en sentir, profundamente, su necesidad.

 

El Dr. Gustavo Appignanesi es el director del CONICET Bahía Blanca y del INQUISUR.

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